No fue Eva quien nos expulso del paraíso.
La verdadera fruta prohibida estaba revestida de cobre y plata.
Se encontraba colocada en un lugar estratégico, llamando nuestra atención con sus colores brillantes y vistosos que nos prometían un infierno decadente vestido de tonos atractivos y agradables, capaces de adormecer nuestras pupilas.
El dinero ensucio nuestras manos y pudrió nuestras almas, apartándonos para siempre del verdadero punto de partida.
Por dinero se invento la guerra, el hambre y el sufrimiento.
Se dio forma a la miseria y a la desdicha.
Por un par de monedas se daña y se mata, se cubre la humanidad de codicia y espanto.
Los lazos de sangre se vuelven inservibles y se tornan en desconocidos amantes y amigos.
Muchos niños no conocerán a sus madres por dinero. Muchos padres no verán crecer a sus hijos y se convertirán en sombras recortadas que reposan a la espalda de los arboles por no poseer más capital que el de la insatisfacción y la deuda.
Y es que el dinero tiene algo adictivo sin lo que no sabemos o no podemos vivir.
Cuanto mas tienes, mas quieres.
Cuanto mas posees, menos conciencia tienes de lo que realmente necesitas.
Las posesiones materiales nos hacen ruines y miserables.
Insensibles ante la belleza intangible que nos rodea.
Creimos ingenuamente que podríamos heredar el mundo gracias a los miles de segundos, minutos y horas de los que disponiamos.
Esos que tenían como propósito embellecer la realidad que nos rodea.
Pero el dinero lo destrozo todo. Nos destrozo a todos.
La zona en la que nacemos y los condicionantes sociales y económicos que nos rodean pueden ser cuna o sepultura.
Nos reconocen por nuestro capital, nos salvan o nos condenan por su peso y su talante.
Pero en nuestro interior coexisten otros elementos en los que nadie repara.
No estamos hechos de carne y de huesos.
Estamos hechos de tiempo.
Y cuando nos marchemos será lo único que nos quede, lo único que dejemos, lo único que realmente fue nuestro.
Somos tiempo que se va caducando minuto a minuto.
Y nos lo están robando desde el mismo momento en que decidimos venderlo al mejor postor en pos de la supervivencia.
Estan menospreciando cada uno de los segundos que nos queda.
Aquí.
En este mundo.
En ese paraíso que un dia pisaron nuestros pies cuando para ser felices nos bastaba solo con la tierra mojada sobre nuestros pulgares, el olor de la hierba impregnando nuestra nariz y el cielo abierto bañando nuestros ojos con su mar azul.
Teníamos el paraíso al alcance de la mano.
Salvajes, ignorantes y felices.
Con el corazón jugando a la comba con las emociones más triviales y la vida como eterna caricia que nos sometía a un sueño vulgar y cálido.
Pero aprendimos a buscar nuestra selva en el asfalto y a caminar erguidos y sumisos, olvidando quienes éramos.
Fueron otros los que definieron nuestra valía con cifras y porcentajes.
Compraron nuestro tiempo y lo pusieron a su disposición.
No sabían que ese tiempo no era solo tiempo.
Que constituía nuestra única posesión incapaz de volver a ser sustituida.
Algo que cuando se ofrece, nunca se vuelve a recuperar.
Y es que cuando le pones precio al tiempo de otras personas les estás diciendo que no tienen nada, que no son nada.
Les estas robando toda su vida.
Como si una existencia fuera una cosa que se pudiera definir o comprar por medio de un número.
No. Nuestras vidas no tienen precio. Al menos, no el precio que ellos quieren pensar.
Sin embargo, los que disponen de los medios y el poder nos convierten en otra posesión más sin ningún valor real.
Y poco a poco hasta a nosotros mismos se nos va olvidando su verdadero significado.
La verdadera fruta prohibida estaba revestida de cobre y plata.
Se encontraba colocada en un lugar estratégico, llamando nuestra atención con sus colores brillantes y vistosos que nos prometían un infierno decadente vestido de tonos atractivos y agradables, capaces de adormecer nuestras pupilas.
El dinero ensucio nuestras manos y pudrió nuestras almas, apartándonos para siempre del verdadero punto de partida.
Por dinero se invento la guerra, el hambre y el sufrimiento.
Se dio forma a la miseria y a la desdicha.
Por un par de monedas se daña y se mata, se cubre la humanidad de codicia y espanto.
Los lazos de sangre se vuelven inservibles y se tornan en desconocidos amantes y amigos.
Muchos niños no conocerán a sus madres por dinero. Muchos padres no verán crecer a sus hijos y se convertirán en sombras recortadas que reposan a la espalda de los arboles por no poseer más capital que el de la insatisfacción y la deuda.
Y es que el dinero tiene algo adictivo sin lo que no sabemos o no podemos vivir.
Cuanto mas tienes, mas quieres.
Cuanto mas posees, menos conciencia tienes de lo que realmente necesitas.
Las posesiones materiales nos hacen ruines y miserables.
Insensibles ante la belleza intangible que nos rodea.
Creimos ingenuamente que podríamos heredar el mundo gracias a los miles de segundos, minutos y horas de los que disponiamos.
Esos que tenían como propósito embellecer la realidad que nos rodea.
Pero el dinero lo destrozo todo. Nos destrozo a todos.
La zona en la que nacemos y los condicionantes sociales y económicos que nos rodean pueden ser cuna o sepultura.
Nos reconocen por nuestro capital, nos salvan o nos condenan por su peso y su talante.
Pero en nuestro interior coexisten otros elementos en los que nadie repara.
No estamos hechos de carne y de huesos.
Estamos hechos de tiempo.
Y cuando nos marchemos será lo único que nos quede, lo único que dejemos, lo único que realmente fue nuestro.
Somos tiempo que se va caducando minuto a minuto.
Y nos lo están robando desde el mismo momento en que decidimos venderlo al mejor postor en pos de la supervivencia.
Estan menospreciando cada uno de los segundos que nos queda.
Aquí.
En este mundo.
En ese paraíso que un dia pisaron nuestros pies cuando para ser felices nos bastaba solo con la tierra mojada sobre nuestros pulgares, el olor de la hierba impregnando nuestra nariz y el cielo abierto bañando nuestros ojos con su mar azul.
Teníamos el paraíso al alcance de la mano.
Salvajes, ignorantes y felices.
Con el corazón jugando a la comba con las emociones más triviales y la vida como eterna caricia que nos sometía a un sueño vulgar y cálido.
Pero aprendimos a buscar nuestra selva en el asfalto y a caminar erguidos y sumisos, olvidando quienes éramos.
Fueron otros los que definieron nuestra valía con cifras y porcentajes.
Compraron nuestro tiempo y lo pusieron a su disposición.
No sabían que ese tiempo no era solo tiempo.
Que constituía nuestra única posesión incapaz de volver a ser sustituida.
Algo que cuando se ofrece, nunca se vuelve a recuperar.
Y es que cuando le pones precio al tiempo de otras personas les estás diciendo que no tienen nada, que no son nada.
Les estas robando toda su vida.
Como si una existencia fuera una cosa que se pudiera definir o comprar por medio de un número.
No. Nuestras vidas no tienen precio. Al menos, no el precio que ellos quieren pensar.
Sin embargo, los que disponen de los medios y el poder nos convierten en otra posesión más sin ningún valor real.
Y poco a poco hasta a nosotros mismos se nos va olvidando su verdadero significado.