sábado, 27 de abril de 2013

El filosofo y el teólogo estaban tomando un cafe





Habían elegido un local tranquilo y bastante hospitalario y se habían acomodado en una de las ultimas mesas.
Un grupo de jazz tocaba de fondo mientras la camarera les servia sus platos.
El filosofo miro al teólogo con un deje de hastió mientras este se presignaba.
Había cambiado mucho aquel niño risueño y alegre con el que un día había compartido hogar y madre. Su mirada estaba vidriada y parecía mirar a un punto fijo del horizonte sin precisión o constancia.
El filosofo le hablo acerca de la nada, del caos de la existencia, de lo efímero y fugaz de la vida.
Le hablo de el poder inquisitorio de la naturaleza y de como resistía a todas las revoluciones ciegas y terminales del hombre.
El teólogo comenzó un interesante análisis de como Dios nos había dotado de la fuerza de crear naciones y derruirlas, opuso la muerte a la falta de fe y la abundancia de esta a la vida eterna. Menciono a la naturaleza como un símil del poder de Dios y dijo que el verdadero potencial estaba en la fe ciega y absoluta hacia un poder incomprensible que nos dotaba a todos de entereza.

Afuera el cálido día se tornaba violento y temerario. Los manifestantes habían comenzado a lanzar cócteles molotov y la policía había sacado sus porras y abatía a golpes a una niña que había salido de la escuela antes de tiempo y se había chocado con el tumulto.

Tan inmensos estaban en sus charlas que no se dieron cuenta de como los golpes caían estridentes sobre la infeliz y como esta se tambaleaba en el suelo en espasmos.
Entre el tumulto un grito mas no era algo que pudiera destacar sobre nadie.

Mas tarde el filosofo menciono su incipiente misantropia y el extremo rencor que guardaba a su propia especie. Escupió homicidio , genocidio, racismo y incomprensión  Y un halo de misterio se dibujo en el rostro del teólogo al oírlo tocar todos estos temas.
El amor de Dios reside en las buenas acciones argumentaba el teólogo  mientras le hablaba de martirio, de austeridad, de pobreza y de comprensión y ayuda al débil.
El filosofo suspiro exasperado y dándole un ultimo sorbo a su café se marcho molesto dejando allí al teólogo con su sonrisa clamorosa.
Todavía recordaba las rabietas que le atormentaban cuando el maestro le hacia extender las manos y lo golpeaba con aquella vara de ébano  El teólogo nunca lloraba. Se entregaba a Dios para soportar las injusticias de la vida. Y en el fondo su odio había nacido de no saber comprender esa paz que le hacia soportar estoico los golpes.
Tan absorto estaba en sus propios pensamientos que no se percato del tumulto que se había formado afuera.
Algo similar le ocurrió al teólogo que iba caminando sumido en pensamientos acerca de como redimir el alma vacía de su hermano.

Nadie se fijo en el bulto desgarrado que se convulsionaba sobre su propia barriga en la acera escupiendo sangre.

Ni los que chillaban y arrojaban botellas, ni el teólogo que susurraba palabras para si ni el filosofo que andaba sumido en sus propios pensamientos.

Nadie tuvo piedad. Nadie se percato de la inocente que teñía el suelo con su sangre.

Todas las revoluciones, todos los dioses y todas las guerras y los universos vacíos a los que nos conferimos habitualmente son una inmensa nada que siempre aparece revestida como el todo, como la universalidad absoluta, quimera del vació.


Y rechazar a otro en el fondo solo es rechazarse a uno mismo.

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