Me dice que lo busque en la calle. Entre la gente. Que entre a mas bares para conseguir la fuerza necesaria para preguntárselo a la noche.
Yo lo busco en los rostros insignificantes de los demás, en sus silencios, en su manera reposada de entrelazar las manos o en su giro furioso en situaciones violentas.
Pero mi nombre no esta ni en sus ceniceros, ni en sus camisas, ni en el carmín desgastado que dejan en sus servilletas.
Tampoco esta en sus sonrisas ni en las lagrimas que esconden de los demás.
Y a veces, cuando la noche vence al día y me acuesto en mi cama, mi nombre aparece con un silencio desgarrador , mutilando a su paso todo lo que se cruza en su camino. Mi cordura también.
Y mi propio nombre se me anuda en la garganta. Como una promesa incumplida. Como una plegaria rota.
Se me anuda tan fuerte como un collar de perlas y me deja tan exhausta que la total lucidez precede la falta de conocimiento.
Duele tanto como el hierro candente de los rosarios de los beatos y como sus sonrisas de suplica a lo desconocido.
Como el beso de todos los pecadores, que ha correr de boca en boca pudriendo para poder dar vida.
Es un dogma que penetra en el fondo de mi garganta y me hace vomitar continentes que nunca pensé que tendría dentro.
Y en el fondo eso es lo que mas me aterra.
Mi nombre es ese desconocido que nunca se anuncia cuando toca la puerta. Irrumpe violando todas las reglas, todas las cortesías. Me deja deshecha pero no puedo hacer mas que esperarlo.
Y a veces me gustaría que alguien me mirara y pudiera darme otro nombre.
Cualquiera.
Seria como coger las maletas y desaparecer de imprevisto. Burlar al nombre. Burlar a la noche. Burlar al tiempo.
Abandonar la soga que su propia presencia impone.
Y su mera pronunciación seria tan dulce y tan leve como el crepitar de una hoja otoñal que abandona todo lo que cree como su universo.