lunes, 20 de enero de 2014

Anomalia




Voy haciendo surcos a mi paso sin encontrar mas calma que la propia destrucción.
Me dejan completamente ensimismada los últimos de esas razas de insectos que se lanzan al vació en vez de elevarse al universo inexplorable.
Los contemplo durante minutos hundiéndose en gotas de agua que antes o después acabarían por herirles las alas.
No son unos suicidas. Son solo unos visionarios. Hay bravura y una destreza casi innata en su manera descerebrada de plantarle cara a la vida.
Tal vez existamos uno por mil, los defectuosos de cada raza. Los anómalos.
Los que solo encontramos la calma en la perdida de toda tranquilidad y confort.
A veces me reía de Turner. El que encontró su mayor inspiración artística en la recreación de los efectos atmosféricos. El que describía las tormentas mejor que nadie. Una anécdota particular contaba que su afán por experimentar los cambios atmosféricos para plasmarlos en su lienzo lo llevo a atarse a un mástil en una tormenta.
Tal vez mi mástil sea esta vida y tal vez encuentre en la confusión y en el caos la calma.
No soy feliz sino hay problemas a la vista. La dificultad, los renglones torcidos, los traspiés, son lo que mantienen mi temperamento activo.
Y ahora en cierto modo lo comprendo.
No se puede ahogar ni con toda el agua del mundo a los que arden por dentro con un fuego superior a cualquier tempestad.
Y aunque muchas veces me queme. Nadie es relevante sino lleva su historia tatuada en la espalda a modo de cicatrices.
La calma, eso a lo que llaman la calma, yo se lo reservo a los muertos.
Mientras mi cuerpo tenga un lugar al que precipitarse nunca se condenara a la eterna levedad del ser.
He intentado ser escéptica, hedonista, estoica.
Pero la única filosofía que la vida me proporciona es la del viento.
Luchar contra la levedad de la vida lanzándome a los confines de la mente. A los confines de este universo.


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