Deshojaba las silabas como si fueran pétalos y depositar algunas en su lengua era un ejercicio de equilibrismo que obligaba a veces a traspasar las espinas que escondían.
Nadie podía darse cuenta de lo mucho que le costaba elegir entre todas ellas la palabra exacta, la única, la verdadera.
Y darle fuerza y coraje. Armarla de valentía a pesar de que pudiera agonizar en su boca. Pudrirse y echar raíces en el interior.
Cada una de aquellas palabras que callaba y cogía impulso cuando una mirada la refrescaba con su calor era una palabra suicida. Expuesta a toda la indiferencia y la falta de interés del que no conoce el poder de resucitar de las letras.
Su poder de establecer vínculos y puentes entre las personas que pueden llegar a ser mas poderosos que la sangre.
Habia algo intimo en algunas conversaciones.
Hablar a veces era como desnudarse y dejar que el otro trazara con la yema de los dedos un mapa de los golpes y las caídas.
Mostrar las zonas vulnerables, las frágiles, las heridas.
Exponerse al bofetón, a la carcajada, a la deriva.
Y dejar al otro traspasar la tela, la piel, la carne. Cada capa, cada limite preestablecido. Dejar la piel en carne viva.
Deshojaba las silabas como si fueran pétalos. Y a veces ese ejercicio la dejaba exhausta, perpleja y derrotada.
Pero vivir era jugar con ese vértigo.
Ese era el precio que tenia que pagar por seguir estando viva.
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