miércoles, 26 de septiembre de 2012

La ciudad nos ofreció un banquete


bastante distinguido.
La inercia servia la mesa mientras el extasis iba cocinando los platos con los que habíamos soñado durante años.
Lo que era un alimento creado a base de sueños se convirtió en ponzoña.
Pero nos lo bebimos todo.
Nos bebimos la maldita vida.
Con lo peor y lo mejor que podía ofrecernos.

Nos servimos el plato con nerviosismo.

Teníamos miedo de que esta ciudad nos olvidara.
De que los coches vivieran navegando sobre el asfalto de nuestros huesos.

Teníamos miedo de que nuestras iniciales fueran eso.

Solo un par de iniciales.

El postre era delicioso.
Se podía morir por darle un bocado.
Lo trajeron con gran frenesí y un poco de escepticismo.


-Todos lo piden- nos comentaron.

Y eso ya lo sabíamos.

Porque nuestra vida solo era el reflejo en el que otro busca no ver su rostro viciado.

Pero poco nos importaron los mirones que pegaban sus narices en las ventanas.

Hoy les tocaba anhelarnos.

La libertad era deliciosa, tan deliciosa que repetimos.

Y cuando ya no quedo mas sitio dentro del organismo.

Vomitamos.

Vomitamos 

ciudades,nombres,caminos,lugares,besos,lagrimas,dolor,rencor, hastió, ilusión,esperanza...


Lo vomitamos todo sobre bocas extrañas mientras clavavamos con sangre nuestro nombre en pieles ajenas.

Y fue maravilloso.



Pero después del banquete nos arrugamos sobre nuestra silueta.


Lo importante no es la ciudad.

La ciudad nació para olvidarnos.

Somos nosotros los que la hacemos grande o pequeña.


La ciudad solo era un pretexto para hacer que nos encontráramos.

Pero siempre se nos dio mejor perdernos.









Hasta olvidar donde nos encontrábamos y volver a culpar al tiempo.



El  tiempo, ese tirano cruel, sobre el que queremos escribir nuestro nombre.



Cuando lo único importante consiste en que el no enmarque el suyo en nuestro corazón.



Que no nos rasgue el corazon.


Por nada del mundo.


Porque cuando lo hace, cuando lo consigue nada vuelve a ser lo mismo.

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